Lulumía tenía tres añitos cuando descubrió en el piso del techo del cuarto mediano un frasco color dulce de leche que escondía tres radichuelas mágicas.
¿Pero como podía saber Lulumía que eran esas radichuelas? Perdón. Que mala pregunta. Que eran esas radichuelas estaba más que claro -no hay que ser tan astuto como para deducirlo-: las radichuelas eran porotos verdes como la radicheta, y mágicos como las habichuelas.
Sin embargo -elemental mí querido Watson- era el uso práctico de las radichuelas lo que no estaba tan maduro para la niña como para que cayera -¿del árbol?-. Las radichuelas parecían tan útiles e inútiles como los relojes, y Lulumía tenía leve control sobre los relojes, y por ende si quiera se comunicaba con sus radichuelas.
Una tarde, ya pasado el enigma a misterio y el misterio a carcomienda, Lulumía no pudo resistir la tentación de averiguar que hacían aquellas radichuelas así que decidió ir probándolas una por una a ver que acontecía, mientras que -vaso de agua mediante- se las trago las tres juntas de un solo golpe (comprendamos a Lulumía: su hermana pesa 158Kg., el tragar cuanto antes es clave para su subsistencia).
A los pocos minutos -habran sido al menos siete- arranco el cosquilleo...
8.11.06
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