“Emma había creído estar enamorada; pero la dicha que hubiera tenido que resultar de este amor no había llegado, por lo cual pensaba que necesariamente se había equivocado. Y trataba de saber qué es lo que la gente quiere decir en la vida real con las palabras dicha, pasión y embriaguez, que había hallado en los libros y le parecían tan hermosas”. Madame Bovary.
No. Emma no trataba. Trato, YO trato. No ella, YO.
Sí, ahora estoy segura: Emma es Mariane. Mariane es Emma: YO soy Emma.
Así tal cual. Ni dos palabras menos, ni dos palabras más.
Qué ilusorio (pensaba hoy en el tren llegando a la página 35): leerme así, cuando el día anterior intentaba explicarle a alguien la tristeza de no haber amado nunca. Qué delirante (me decía) que un completo desconocido supiese mejor que yo, mi pensamiento más clandestino, mi miedo más intimo. Y qué supiese ponerle palabras que rara vez encuentro para explicármelo a mi misma.
Después, en cambio, (llegando a la página 47) me sentía traicionada.
Qué cruel (me decía a mi misma) que siguiese, así como así, describiéndome como si mi existencia fuese algo tan evidente. Revelándome al mundo sin ningún tapujo, sin ningún permiso.
Que frágil encontrarme descripta en un libro tan ajeno, agarrado de casualidad como quien no quiere la cosa. Qué cruel es estar encarnada en cuatro líneas (o quizás tres, dependiendo de la edición) que definen toda mi existencia.
Ahí estoy yo, contenida en ese libro que me da miedo terminar de leer.
Madame soy yo, YO soy Madame, y qué ganas de esconderme abajo de la cama.
21.5.08
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