25.12.07

S.

"La Virgen está pálida y mira al Niño. Lo que habría que reflejar en su rostro es un estupor ansioso, que apareció una sola vez en rasgos humanos, ya que Cristo es su criatura, la carne de su carne, el fruto de su vientre. Lo ha llevado durante nueve meses y le dará el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios. En ciertos momentos la tentación es tan fuerte que le hace olvidar que él es Dios. Lo aprieta entre sus brazos y dice: ¡Pequeño mío! Pero en otros momentos se queda en suspenso y piensa: Éste es Dios. Se siente invadir por un religioso temor por este Dios mudo...
[…] Yo pienso, empero, que hay también otros momentos, que transcurren rápidos, en los cuales ella siente que Cristo es al mismo tiempo hijo suyo, el pequeño completamente suyo, y que es Dios. Lo mira y piensa: "Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Él está hecho de mí, tiene mis ojos, y esta forma de su boca es la forma de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí".
Ninguna mujer ha tenido de este modo a su Dios para sí sola. Un Dios pequeñísimo, que se puede tomar en brazos y cubrir de besos; un Dios todo calor que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que vive. En tales momentos, yo, si fuera pintor, pintaría a María, y trataría de reflejar la expresión de tierna intrepidez y de timidez con que ella tiende el dedo para tocar la dulce epidermis de este Niño-Dios, cuyo tibio peso siente sobre las rodillas y que le sonríe".

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