29.7.08

Lalá debe tener 53, 55 años.
Se despierta todas las mañanas, se hace el mate cocido, tuesta un pan, lo unta con queso blanco, y se lo come.
No es que sea el típico personaje de la rutina cotidiana, sino que ciertas cosas conllevan obligatoriamente a la rutina: tener que llegar hasta el centro antes de las ocho, la obliga a tomarse el tren, para después tomarse un colectivo, para después caminar dos cuadras, para recién así, llegar a tiempo al trabajo.
Inevitablemente el 80 por cien de su día, carece de originalidad. Así que, un poco más un poco menos, Lalá es así: cotidiana, contemporánea e igual a todo el resto.
Le gustaría algún día camino al trabajo, que un hombre se sentara frente a ella en el tren, y que con tan solo mirarla, la invitara a bajarse por coghland a tomar un café. Pero Lalá se ha vuelto consecuencia y esas cosas simplemente no le pasan.
Se pregunta cuándo fue exactamente que dejó de actuar. Porque esta segura de que en una época no tenía limites, ni dudas, ni miedos, y que su día estaba gobernado por sus decisiones, no que sus decisiones estuvieran gobernadas por la vida. Cuándo fue que empezó a ir sola a los bares a escuchar Jazz, al cine a ver películas en silencio. Cuándo empezó ese camino de silencio interno.
Se imagina que los años la han devastado y decepcionado, y que tanto fantasear con comedias románticas y películas de amor que lleva vistas desde los 15 años, solo la han arruinado.
Como si se tratase de una versión adaptada del Don Quijote de Cervantes.
Enloquecida ha fantaseado con que iba correr por el Louvre como una adolescente impulsiva, que iba a dar largas caminatas con una boina y un bigote como en Jules et Jim, que iba a hacer el amor con un completo desconocido al amanecer, que un día lluvioso iba a correr desesperada a punto de perder al hombre que amaba… y después nada. La realidad. Y Lalá que es consecuencia.
Sin un hombre que la abrase, que le diga que la quiere.

Aunque no hubiese impulsividad, locura, exotismo: un hombre que le dijese que es la mujer más linda que vio en su vida.


Muchas veces, sobretodo sola, en la cama, se le de por sufrir. Se le forma un vacío entre las costillas, los pies se le ponen congelados, y experimenta esa extraña necesidad de llorar sin que siquiera se le humedezcan los ojos. Casi la impotencia.

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